Ha muerto Manuel García Maya, mucho más que un barman

exposicic3b3n-en-filosofc3ada-y-letras007 Maolo Bonanza
El pasado 11 de octubre moría súbitamente de un infarto Manuel García Naya (Morata de Jalón, 1942 – Zaragoza, 2013) hostelero, filósofo, artista plástico y muchas otras cosas más, entre ellas amigo de sus amigos, fiel y entrañable.
Entrar en el bar Bonanza, su bar, en la calle Refugio del casco viejo de Zaragoza, era encontrarte de sopetón ante a un vendaval de heterodoxia intelectual: el busto de Wagner a tamaño natural investido con una boina “honoris causa”, frases de Nietzsche o Schopenhauer en baldosas o directamente en las paredes, carteles (auténticos) del Ministerio de Instrucción Pública de la República, carteles del Che o Emiliano Zapata, cuadros con postales “porno” de los años 20… Sin menospreciar, eso sí, los fabulosos platos combinados de embutido y queso, sus ensaladas, o las tortillas de jamón o de atún que Manolo y su mujer Marisa, los dueños de este local, preparaban amorosamente a una asidua e inquietante clientela formada por intelectuales proscritos, jóvenes estudiantes, refinados clochards como el extinto Tico-tico o reconocidos artistas plásticos aragoneses.

Todo el local rezumaba del espíritu burlón, iconoclasta, bohemio y profundamente intelectual de su dueño, Manuel García Maya, quien de muy joven salió de su casa en Morata de Jalón (Zaragoza) y, tras unos años de ejercer de camarero en establecimientos zaragozanos y, los veranos, en la costa mallorquina, abrió el bar Bonanza en 1973, en la misma ubicación actual, ahora regentado por su hijo Manolo.
Gran melómano y lector, dotado de una sólida formación humanística autodidacta y con inquietudes políticas de izquierdas, llegó a dinamizar no pocos movimientos cívicos y culturales dentro y fuera de su bar.
A lo largo de estas cuatro décadas, su pequeño bar ha sido un foro cultural estable donde cada mes se han realizado exposiciones itinerantes de cuantos artistas lo han solicitado, se han montado infinidad de tertulias literarias, campeonatos “mundiales” de guiñote, lecturas poéticas e incluso alguna actuación musical.
Junto a los cuadros, fotografías o “collages” de otros, podían verse siempre algunas de sus obras: retratos de rostros hechos a base de trazos simples y expresionistas, o collages donde elementos figurativos planos se completaban con fragmentos de botellas rotas incrustadas en el lienzo.
Pero por encima de toda la simbología y carga cultural del establecimiento descollaba la arrolladora personalidad de su dueño, que siempre tenía la palabra adecuada para desterrar de sus clientes cualquier ápice de pesimismo o tristeza vitales, o la cita pertinente de alguno de sus autores preferidos, ya sea Pessoa, Camus, Sartre, Kafka, Neruda, Proust, Kierkegaard o Nietzsche, de los que se sabía -y recitaba- largos fragmentos de memoria.
Decíamos más arriba que Manolo era un consumado melómano. Mientras la tele, siempre muda, retransmitía partidos de fútbol o programas de entretenimiento, en su local siempre sonaba en paralelo la música de Gustav Mahler, Beethoven, Bach, Wagner, Thelonious Monk, Billie Holliday o Copito de Nieve. Lo que no podía soportar el fino y delicado oído de Manolo eran las jotas que algunos descerebrados borrachos trataban de cantar en su bar al límite de la hora del cierre. Cuando un servidor, en esas circunstancias, trataba de arrancarse con alguna jota “de” o “a mi” estilo, siempre trataba de contener, sin éxito, mi incontinencia canora con la misma frase lapidaria, una de sus preferidas: “La jota es el himno desgarrado de los aragoneses que follan poco”. Salud y amor, mucho amor, Manolo.

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